Cuando el alma descansa

Cuando el alma descansa


En una residencia de ancianos en los Países Bajos, la vida late entre recuerdos y silencios. Allí aprendemos que la despedida nunca es rutina; cada partida es única, cada ausencia deja su propia huella.


Ella había dejado atrás su tierra cálida, aquella donde el sol parecía acariciar la piel con ternura. Aquí, en un país que siempre le resultó frío, guardaba en su memoria los paisajes, las voces y los aromas de su origen. Me hablaba de ellos con brillo en los ojos, como si, al evocarlos, pudiera volver a sentirlos.


El diagnóstico le había dado unos meses más, pero su corazón, cansado, ya no quería esperar. No era su cuerpo el que primero se rindió, sino ese anhelo de vivir que lentamente se desvanecía.


Se fue en calma, en su cama, envuelta en el sueño profundo que la morfina le ofrecía, librándola del dolor de una fractura irreparable. Y en ese silencio final, parecía haber encontrado la paz que tanto buscaba.


Cuidar con amor también es aprender a soltar, a aceptar que a veces la mayor ternura consiste en acompañar hasta el último suspiro, con respeto y con dignidad.


Morir en tierra ajena nos recuerda que el verdadero hogar no está en el mapa, sino en los recuerdos, las voces y las manos que nos acompañan hasta el último suspiro.





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