Despertar y decir adiós — Un rincón de dudas en la residencia

 Despertar y decir adiós — Un rincón de dudas en la residencia


En la residencia donde trabajo en Países Bajos hay una señora de una dulzura serena. A veces, en conversaciones bajas junto a la ventana o en el hilo de una ronda de té, ella habla con total sinceridad: dice que ya no quiere vivir, que preferiría la eutanasia. Sus palabras no son un grito; son más bien una confesión calma, una rendija por donde se asoma su cansancio.


Yo, en otros días, pienso en lo distinto que se siente despertar con salud: me sorprendo dando gracias por ese pequeño milagro cotidiano. Pero al volver la vista hacia el patio, hacia los pasillos y hacia las sillas donde tantos de nuestros mayores resguardan su tiempo, veo rostros que hablan de hastío, de sueños terminados, de días que pesan. Entender eso me remueve.


La eutanasia es un tema delicado —una línea que obliga a pensar en la libertad, en el dolor y en la dignidad—. No tengo respuestas fáciles. En mi fe personal doy gracias a Dios por lo vivido y por lo que vivo ahora; esa gratitud me sostiene. Pero el hecho de que yo encuentre consuelo en la fe no borra la realidad del otro: hay quienes, en la fragilidad de la vejez, desean dejar de luchar.


Trabajar aquí me exige algo más que cuidados técnicos: exige escucha. Acompañar no es imponer consuelos ni negar miedos; es reconocerlos. Es sentarse a la orilla de una cama y sostener la mano hasta que la palabra se aquiete. Es respetar una opción cuando está bien informada y se toma con claridad, y es intervenir con cariño cuando la soledad o el dolor nublan el juicio.


A veces sólo alcanzan un té caliente, una canción que despierte memoria, una carta abierta del pasado; otras veces, el acompañamiento exige conversaciones profundas con la familia, el médico y, si el residente lo desea, con apoyos espirituales o legales. Cada historia es un mapa distinto y no admite soluciones de cajón.


En medio de esas tensiones personales y profesionales, aprendo una verdad simple y dura: cuidar con amor no es borrar la duda, sino sostenerla con respeto. Significa agradecer por los amaneceres que podemos disfrutar, y al mismo tiempo acompañar con ternura a quienes ya no encuentran fuerzas para buscarlos.


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Agradezco cada mañana como un regalo y rezo para que, incluso cuando algunos desean partir, encuentren paz y comprensión. Mi trabajo me enseña a ofrecer esa paz: pequeñas atenciones que recuerdan que la vida, aun frágil, merece ser honrada hasta el final.





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